Mis ficciones, texto 2: CELEDONIO (viaje a la utopía)




Dedicado a las chicas de la calle Warnes.

“ Volverán las oscuras golondrinas
de tù balcón sus nidos a colgar,
pero aquellas que cantaron nuestros
nombres; esas no volverán.”                    de  Gustavo Adolfo Bécquer
 
 
                                                         UNO


     Sentado en su pequeño escritorio de metal y fòrmica, con la espalda corvada hacia delante, la mirada nublada, los cabellos despeinados, los lentes empañados, empuñando la lapicera con fuerza y con la respiración agitada; Celedonio pensaba. Sòlo en la habitación, sin ruidos ni molestias, su imaginación fluía con una agilidad envidiable. Sus neuronas funcionaban  a pleno y en los anaqueles de su mente la información alguna vez absorvida y archivada salía de su letargo añoso y somnoliento para mezclarse con nueva información, ahora imaginaria,  e iba conformando historias.
Tramas sencillas y confusas, que tomaban vida independiente dentro de èl.


     Celedonio estaba urdiendo ideas nuevas, estaba creando o al menos asì lo creìa, pues eso no era rigurosamente cierto. ¿ Quien podría diferenciar aquella sutileza?,                         
¿cuál era la frontera?. Dentro de ese cerebro suyo manaban historias y argumentos una y otra vez; pero cómo acertar con el proceso creativo, realmente Celedonio obligaba a su inteligencia de manera conciente y voluntaria a crear nuevas narraciones o por el contrario ellas surgían dentro suyo incontrolables, apoderándose de su memoria e imaginación para desarrollar  así un sistema de creación autogenerado y autónomo donde Celedonio sólo participaba dando un espacio, su mente, pero del que era objetivamente ajeno, mero espectador. Un enigma ninguna certeza.


     Impasible e inmóvil aguardaba la orden de partida. Sus dedos, que atenazaban cada vez màs fuerte a la lapicera, comenzaron a sangrar. Callos formados por dìas y dìas de frenética escritura no soportaron la presión, sin demostrar dolor siguió apretando hasta que la lapicera se incrustó en la herida. Su sangre densa y pegajosa, llena de grasa y colesterol, danza de plasmas y plaquetas poco oxigenada; mancharon al papel que antes fue blanco formando un circuito breve: mano, lapicera, hoja.

                          DOS
 
  Un guardapolvo blanco y arrugado estaba ante él y dentro de ese envoltorio un cuerpo diminuto y escuálido parecía colgar de un cuello casi inexistente que a su vez sostenía una cabeza pequeña y en ella un rostro preocupado lo miraba.  A su lado otros guardapolvos lo rodeaban cubriendo todo el perímetro de la cama. Una decena de ojitos jóvenes e inquietos observaban con atención primero al anciano y luego a Celedonio. El paciente más sorprendido que asustado también los examinaba y aunque no era un conocedor profundo del reino animal igual los clasificó rapidamente a la manera de los museos de ciencias naturales, por eso creyó ver un sus pechos un cartel imaginario que decía: “ Dr Fulano de Tal, bípedo presumiblemente pensante y capaz, se cree que pertenece al género humano dentro del subgrupo denominado médico recién recibido haciendo su primera práctica en un hospital público”; y entonces sí el pánico recorrió todo su cuerpo.

     El maestro, silencioso y pensativo, mutaba su expresión de la incredulidad al enojo, del estupor al convencimiento. Señores, dijo por fin y los animalitos del museo se tensaron esperando la gran revelación, estamos ante un caso único. Es poco frecuente encontrar a un paciente cuya debilidad extrema sea consecuencia de causas tan inauditas como sencillas y en esto radica lo diferente, o especial de este asunto. Celedonio se asombró al descubrir que su nuevo nombre y apellido fueran “ asunto sencillo y diferente”, pero igual no dijo nada. El diagnóstico que podemos hacerle a este caso, continuó el maestro-médico; no tiene margen de error, es inequívoco aunque tenga causas tan estúpidas como fantásticas, y un murmullo de asentimiento surgió de la manada. Luego y sin aviso previo todo el subgrupo de los guardapolvos nuevos marchó tras el  hombrecillo de guardapolvo viejo. Desahuciado, oyó decir desde la lejanía de la puerta antes de dormirse.
 
   Era un tipo aceptable. Su cuerpo aún macizo y poderoso permitía presumir un pretérito momento de gloria vivido en algún deporte practicado con asiduidad. Salvo por una palidez extrema y un cansancio profundo, su aspecto comulgaba a priori con la salud y no con la enfermedad, por eso desparramado en aquella cama parecía un contrasentido viviente. Se estaba muriendo, los médicos  sabían el porqué pero les costaba asimilar el cómo. A Celedonio que había imaginado para sí mil maneras distintas de morir jamás se le había ocurrido esta. El paradigma de lo irreal y lo ridículo. Desahuciado, creyó escuchar que su mente repetía.


                                                       TRES



  Al rato llegó la Dra Valentín, que estaba a cargo de la guardia nocturna, se paró al lado de Celedonio y lo contempló unos instantes. Èl a pesar de la debilidad que le nublaba la vista y el agotamiento profundo que lo invadía, logró percibir aquel perfume. Un aroma agradable, floral, fresco y algo dulzón llegaba hasta su cama y lo reconfortaba, hizo un esfuerzo titánico para mirarla calibrando mentalmente la nitidez de sus ojos y cuando pudo verla sintió que merecía ser mirada. La Dra Valentín era una mujer hermosa y sin saber como recordó los versos de Alfonsina:
“… ser alta, perfecta, soberbia quisiera; como una romana para recordar…”; y todo lo que la poetiza anhelaba ser la Dra Valentín era. Ella también usaba un guardapolvo blanco que en su cuerpo era el uniforme médico de una mujer inolvidable y no un revoltijo de botones y tela, era real, era única y estaba allí, al lado de su cama. Cuando vió que el paciente abría los ojos le sonrió mientras se inclinaba despacio sobre el lecho para arrimar sus labios al oído del enfermo. Celedonio sintió una oleada de vida en su cuerpo mientras la Dra le hablaba susurrante, su aliento agradable y su voz dulce volvía a su presencia embriagadora, mientras que con sus palabras lo tranquilizaba. Y aunque estaba claro que mentía èl agradeció la delicadeza del gesto. Ella empezó a incorporarse, despacio y con suavidad, y pudo notar que debajo del uniforme no llevaba nada, ninguna prenda, tenía los pechos desnudos de sostén pero llenos de forma y voluptuosidad que los hacían deseables, una silueta que transformaba un guardapolvo aséptico e impersonal en un vestido provocador, zigzagueante, sensual.

     Bordeó la cama para controlar el suero, verificó que la sonda estuviera en su lugar, examinó los aparatos (su rostro mostró preocupación), le tomó el pulso y le sacó un electrocardiograma. Sus manos pequeñas y sus dedos aterciopelados recorrieron su espalda y su tórax cuando lo auscultó y Celedonio, que se sintió acariciado, rogó que el exámen no terminara jamás. Se vió imaginando que aquellas manos avanzaban por su cuerpo màs allà de lo prudente, cruzando la frontera de lo permitido, pero nada de eso sucedió; ella terminò la revisada y dejó de tocarlo de inmediato.  Y Celedonio tomó conciencia que se moría.
 
 Estaba a su lado la más bella y sensual de las mujeres, casi desnuda en su pequeño delantal blanco, que recorrió parte de su cuerpo con su voz y con sus manos provocándole eróticas fantasías y sin embargo ni siquiera ella logró que el cuerpo de Celedonio tensionara un sólo músculo. Nada se movió, salvo su mente. Comprendió la magnitud de su desmoronamiento físico y la preocupación médica y supo asimilar que la definición era tan irremediable como inminente.


     Ella hizo una última anotación y se despidió hasta mañana , él la llamó: --- Dra, Dra, la voz apenas era audible. La mujer lo miró admirada por el esfuerzo que había hecho y se acercó a el. --- Sì Celedonio, qué sucede, le preguntó incrédula.--- Mañana es un concepto irrelevante para mí y Ud lo sabe. Ella estaba aturdida y callada. El la siguió mirando en un momento de silencio incómodo antes de poder hablar de nuevo.--- Su nombre, pidió, me gustaría saber su nombre.--- Viviana, le respondió ella,  antes de salir casi corriendo de la habitación.--- Viviana!, repitió Celedonio como un eco, Viviana Valentín! Y cerró los ojos.

                                                         CUATRO
 
    Cuando despertó a la mañana siguiente le dolía todo el cuerpo, la espalda le crujía amenazando con partirse, pero haciendo un esfuerzo se puso de pie. Miró al escritorio donde había dormido y notó que no había escrito nada. Las hojas arrugadas por el peso de su cuerpo estaban aún en blanco. La fragancia inconfundible de un perfume de mujer  era gratamente perceptible, la visión del cuerpo perfecto de ella estaban presentes en sus ojos y las manos de ella recorriendo su cuerpo era una sensación reconfortante. Celedonio supo que de alguna forma ella era real, y estaba afuera en algún lugar esperándolo; si los antiguos tenían razón y los sueños poseían un poco de premonición, debía salir a buscarla hasta dar con ella.


     Cansado, dolorido y ojeroso, tomó la decisión sabiendo que ninguna otra cosa podía hacer. Fue a la ducha y dejó que el agua casi hirviendo lo recorriera, Empezó a relajarse y a vencer a su cansancio y a medida que su cuerpo revivía y la mente se despejaba, las dudas invadieron su cerebro. Sabía por los libros, que eran su pasión, que estaba a punto de comenzar una aventura que muchos caminaron antes con resultados tan inciertos como peligrosos; una advertencia tan clara como desalentadora.

     El vapor envolvía todo el baño  y entre la bruma apareció Poe, quien lo miró fijamente y le advirtió lo peligroso de su intento. Navegar a tus propias pesadillas, le dijo, puede ser un viaje del que no puedas volver, ir y venir de los sueños a la realidad implica moverse como un péndulo que cuando se detenga, y lo hará, te dejará en el medio de la nada, le dijo el bostoniano desapareciendo. Edipo le advirtió que buscar la verdad a cualquier precio puede no ser beneficioso. Y según mi experiencia, le explicó, ese precio es la tragedia y se marchó puertas adentro del templo. Imprevistamente una embarcación apareció a estribor y Ulises, fuera de sí, lo llamaba con gritos desesperados. No escuches a las sirenas, sólo te harán naufragar, gritaba. Cambia el rumbo y olvídate de ella.
 
    Celedonio parado desnudo y desprotegido en el baño no podía comprender que estaba sucediendo, cuando una voz poco audible y algo temblorosa, se oía desde la ducha. Siempre he sostenido la necesidad de huir de los espejos pues pueden ser cautivantes y peligrosos como los tigres. Desconfía de los reflejos, has tenido un sueño y quieres obrar en consecuencia: ¡no lo hagas!, le dijo Borges y se fue perdido en el vapor. Estertores ingobernables recorrían el cuerpo desnudo y mojado de Celedonio que gritaba: “no me van a convencer, yo voy a encontarla”; y decido como un héroe de Cortázar a cruzar las barreras del tiempo y el espacio salió tras su sueño.


                                                     CINCO
 

     Compró la orquídea más hermosa que encontró y la hizo envolver primorosamente y en la tarjeta le escribió un poema de amor que improvisó allí mismo. Patético, casi ridículo, marchó en busca de su amor enajenado; después de todo ya tenía la decisión, la flor y la poesía, sólo le faltaba hallar a la mujer que estaba buscando. Y allá fue Celedonio a correr detrás de su fantasía en su viejo traje gris al que le faltaba plancha, olía a naftalina y le tiraba de sisa, con sus zapatos quejosos que anunciaban su llegada a cada paso; una figura tragicómica, más parecida a Natalio Ruiz que a un soñador enamorado.

     Durante horas caminó por la ciudad  centrando su búsqueda en los lugares más obvios: los hospitales. Estuvo en el Clínicas, entró al Ramos Mejía, les preguntó por Viviana a las enfermeras del Rivadavia pero no la conocían. Se fue alejando de centro y llegó al Alvarez en Flores y también fue visto en Villa Devoto y Mataderos, y nada consiguió. Tampoco tuvo suerte en la clínicas privadas que veía en su camino. Fue una odisea agotadora, subía y bajaba de colectivos y taxis, trajinó largas caminatas arduas y fatigosas y no halló nada. Se dió cuenta que en algún punto de su recorrido había perdido la orquídea y la poesía, que el traje estaba manchado y los zapatos húmedos y lo peor: no tenia ni un indicio.

     El cansancio, el sudor y la desazón lo iban venciendo lentamente. Aquello era lógico, quien en su sano juicio emprendería esta desquiciada persecución de un sueño. Acaso creyó realmente en conseguir un milagro sin estar un poco loco. Quizás los fantasmas de la ducha tuvieron razón, pero igual la seguiría buscando. Ensimismado en estos pensamientos no se dió cuenta que se había perdido, pero siguió su marcha.Casi al caer la tarde reconoció al parque Lezama, sobre el cual también había leído. Exhausto buscó el banco donde Sábato sentó a su Alejandra, porque estando alli aquel banco de piedra era el lugar apropiado para hacerlo. Allí donde Alejandra conoció el amor, evocaba recuerdos, siempre misteriosa y cautivante. Para Celedonio todo era mágico, la vida real y la ficción no se diferenciaban en su mente.
 
                                                                        SEIS


     Volvió a repetirse que todo el asunto era una tontería, una insensatez falta de toda lógica, pero también reconoció que no tenía la voluntad necesaria para detenerse; y trató de justificarse a si mismo. Todos en la vida corren detrás de un sueño, persiguen una ilusión y necesitan de una utopía, se dijo, yo sólo voy tras la mía. Y sólo el propio Celedonio sabía cuánto la precisaba.

     El runrún de una conversación llegó hasta él con la claridad suficiente para saber que eran dos mujeres las que hablaban, luego un timbre de voz familiar, cálido y dulce lo puso en alerta. ¿ Sera ella, acaso?. Intentó desinteresarse de la conversación que le era ajena pero la vocecita lo atraía. La charla de las mujeres continuaba y los nombres fueron dichos, una de las mujeres se llamaba Miriam e instintivamente lo asoció a la voz desconocida y poco después Miriam llamó a su compañera por el nombre: Viviana.El impacto lo paralizó y no supo que hacer. Esperó hasta que no pudo tolerarlo más y dando media vuelta miró con descaro al lugar de donde venían las voces. No pudo dejar de mirar, era imposible.
 
     Miriam enseguida se sintió espiada e incómoda. Poco tardó en ver al sujeto que las escrutaba sin pudor, quien ni se ocultaba ni disimulaba su mirada. Que descarado, pensò Miriam, mientras cruzaba las piernas seductoramente, y en una naderìa modificò su postura y su expresiòn. La Miriam competitiva, la hembra arrogante, altiva y avasallante sacò de su interior la pantera en celo que escondìa, amada seducir, gustar, provocar tanto como necesitaba sentirse admirada, sobre todo si estaba con Viviana. Pero Viviana permanecìa ajena a todo, tenìa los ojos cerrados, le daba la espalda a Celedonio, simplemente descansaba. Miriam se sabìa atractiva, que despertaba interés en los hombres y en algunas mujeres tambièn, con sus enrulados cabellos color azabache y sus carnes firmes y prominentes. Pero mantenìa una privada competencia con su amiga, una batalla que libraba ella sola porque la envidia la carcomìa pues a pesar de su belleza si estaba junto a Viviana, ella irremediablemente siempre la eclipsaba. Pero ahora era seguro que el tipo que la miraba atento gustaba de ella aùn estando con Viviana, a la que ademàs solo le veìa la parte superior de la espalda. Miriam estaba de caza, Celedonio era la presa ocasional y Viviana la destinataria del juego.

     El hombre tensò la cara y Miriam esperaba su gesto, su piropo, su primer victoria sobre su amiga; Celedonio dijo el nombre casi en grito: VIVIANA!!!, VIVIANA!!! Y ella se volviò al instante, lo mirò y supo que no lo conocìa. En cambio Celedonio estaba feliz, la habìa hallado, Viviana existía y estaba allí. Miriam pálida primero y roja por la furia después, bramò: --- Lo conocès? Y Viviana le dijo que no.--- Entonces vámonos, el tipo puede ser peligroso, un violador o un asesino, dijo gritando, mientras que la empujaba tras de sì. Las dos salieron casi corriendo del parque y no pararon hasta llegar al hospital Argerich, donde trabajaban. Sorprendido Celedonio quiso seguirlas pero no pudo moverse de su banco, estaba muy dèbil y la oscuridad lo cubriò.

                                                    SIETE
      El timbre sonaba con insistencia, tan fuerte y claro que lo escuchaban desde el piso de abajo, los minutos pasaban y la campanilla repicaba monótona e incansable, y luego sin aviso previo cesó de sonar.--- No està, dijo la anciana.--- O no nos quiere atender, refutò la paraguaya.--- Tiene razòn, aceptò la anciana enojada.     Las dos fueron hasta la terraza y desde allì vieron que las luces del departamento estaban encendidas.--- Viò que tengo razòn, dijo la paraguaya, está adentro y no nos quiere atender. Si hubiera salido habrìa apagado las luces.--- Es un tipo muy mal educado, un insolente, concluyò la anciana.

     Ofendidas volvieron a la puerta del departamento y atacaron otra vez con el timbre.

--- Insistamos, tiene que atender, dijeron a coro. Pero nadie respondiò. El silencio del otro lado de la puerta era absoluto.--- Qué raro, no le parece, preguntò la paraguaya, en toda la mañana no escuchè ni la radio ni la màquina de escribir.--- Es verdad, aceptò la otra, tanto silencio y las luces encendidas a mediodía...--- Probemos una vez màs… Nadie respondiò y las mujeres se fueron.


     Después de cenar la anciana que oficiaba de encargada para justificar su curiosidad y la paraguaya que era entrometida pero no le interesaba tener justificativo alguno, volvieron a la puerta y todo estaba igual.

--- Toque, toque, azuzò la paraguaya.--- Tiene que abrirnos, dictaminò la anciana.

     Al final corroídas por la curiosidad y con el morbo en estado de alerta roja llamaron a la policía. La policía que tampoco recibiò respuesta al tocar el timbre, llamò a los bomberos y al juez de turno, los vecinos llamaron al SAME y el estos al forense por las dudas. Un rato después cinco hachazos de un bombero satisfecho hizo astillas la puerta del departamnto, detràs y en el pasillo una multitud oficiaba de testigo, allì estaban, sin respetar ningún orden en especial: la anciana, la paraguaya, la policía, el SAME,  el forense y el juez que autorizò el operativo y todos ingresaron al hogar de Celedonio chocándose entre ellos.

     Celedonio seguia doblado sobre su escritorio, con su lapicera enterrada en su pulgar lacerado y una estúpida sonrisa en su rostro que el rigor mortis habìa eternizado. Litros de sangre formaban un charco pegajoso debajo de la silla aunque la herida del dedo ya no goteaba. La Dra Viviana Valentín certificó que estaba muerto y el juez ordenó que actuara el forense, un pequeño hombrecillo con un guardapolvo arrugado y un cuello que apenas lograba sostener a su cabeza.

--- El viejo es otro médico, dijo la paraguaya.

 

--- No es médico, es forense, corrigió la anciana.
--- Si, tiene razón es un forense, aceptò la paraguaya de malagana.

--- Ha muerto desangrado, sentenciò el revisa muertos, no hay dudas al respecto. Aunque no puedo explicar como ha podido ocurrir semejante cosa. Increíble.--- Increíble, respondiò la multitud sorprendida y satisfecha.

     Luego el bombero que rompiò la puerta, el juez que autorizò el operativo, el forense, el SAME, la policía, la anciana y la paraguaya abandonaron el lugar en ese orden. Sòlo entonces Celedonio volviò a estar tranquilo.

                                                                                                                          FIN
 
OSVALDO G. IGOUNET
Publicado en el libro: Recuerdos de Plata 1995.
Versión corregida 2007
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