Mis ficciones, texto 3: SUENA 1° PARTE


   El, sentado cerca del teléfono, miraba ansioso al aparato, como esperando una respuesta. Los ecos del silencio resonaban con potencia y lo hacían sentir abrumado, agobiado por la falta de sonidos. Su mirada pronto varió de la ansiedad a la súplica, al ruego lamentable. Aún así, aquel aparato cruel, se mostraba impávido e inconmovible, ajeno a su dolor y su llanto. Absorta en la propia frialdad de sus materiales la campanilla no sonaba.

             La inquietud lo carcomía voraz y insatisfecha; iba y venía por la sala fumando un cigarrillo tras otro, buscando en el humo aquellas respuestas que el teléfono se negaba a darle. Su ánimo mutaba nuevamente, ahora la súplica dejaba lugar a la ira y en ella surgieron de su boca un ramillete de procacidades, producto de su furia, pero indignas de su cuidada educación. Sus pasos resonaban en la habitación con la acústica fuerza de un tambor, pasos rápidos, inseguros y tan inestables como su humor. Se acercó al bayut, se sirvió una copa y volvió al sofá, se arrojó en el tratando de ignorar la cólera contenida, la solitaria cólera del que espera.
           Ella trataba en vano de concentrarse en la lectura. Aquel libro no era más que una excusa para estar todavía despierta. En la soledad de su desvelo las horas pasaban lentas e inacabables, haciéndole sentir la abrumadora magnificencia del tiempo. Todo se mantenía inalterable, como inanimado, con aquella engañosa tranquilidad, que según dicen los hombres de mar; anteceden a las grandes tempestades. No lograba conciliar el sueño ni podía avanzar en la lectura, estancada en esa página desde hace rato, sus sentidos sólo estaban atentos al teléfono. Que sonara era su único deseo y maldecía por eso a aquel silencio. La llamada esquiva era su Aleph, el sonido de su anhelo, pero la campanilla seguía muda.
  Finalmente, cuando una difusa claridad emanada del saliente comenzaba a llegar hasta su cama y el cansancio le ganaba la partida, miró al teléfono que, silencioso, permanecía en su mesita de luz, allí estaba indiferente y quieto, pero por sobre todo, totalmente callado, siempre callado.

          La fiesta era magnífica. Había un armonioso bullicio que llenaba todo el lugar. Mozos que transitando incansables, iban y venían llevando en sus bandejas bebidas coronadas con burbujas y deliciosos bocadillos, que convidaban presurosos a los asistentes que a su vez aceptaban sonrientes el convite.
          Los invitados se ubicaban estrategicamente por todo el salón, sitios donde ver y ser vistos, mientras se mantenían intrascendentes charlas de ocasión. Así y todo se percibía cierta ansiedad en el ambiente, de alguna forma todos esperaban al momento culminante, a aquello que justificaba su presencia de nuevo en el colegio.
 
          El Nacional Martín Fierro era, quizás, el más afamado y de mayor abolengo de todo Buenos Aires; y estaba engalanado como nunca. Era día de festejo, de lágrimas y sonrisas unidas en una sola emoción. El Martín Fierro llegaba a sus primeros veinticinco años de servicio, a la vez que celebraba la graduación de la clase 1993. Todos querían comenzar con la entrega de diplomas.
          Estudiantes nerviosos esperaban ser llamados al escenario y padres orgullosos querìan aplaudir y filmar a sus hijos recién recibidos. El director y los profesores vigilaban atentos que nada estropeara la ceremonia. Los egresados de 1971, invitados especialmente por ser la primera promoción del colegio; si sus hijos no estaban allí, mantenía un interés más cercano a la melancolía de la juventud, que al acto mismo.
         
Sentado incómodo en su viejo pupitre, Oscar estaba en el aula, su aula, haciendo memoria de los tiempos idos. Más que los ojos, era su corazón quien recorría el lugar, ese sitio tan querido y gastado en su nostalgia. Grande fue su sorpresa al descubrir que más allá de una mano de pintura y alguna computadora de última generación, todo permanecía tal cual lo había dejado. Tantos años pasaron, murmuró para sí; y sin embargo estas paredes parecen no conocer el paso del tiempo. La vida parecía haberse detenido, en el patio era recreo y el estaba aún en clase. Los años sólo pasaban del lado de afuera de las puertas del colegio.

          Marcela estaba sola recorriendo el patio, reviviendo ese pasado estudiantil donde fue feliz. Recuerdos añosos y dorados de mucho tiempo atrás. Buscaba una cara familiar, una mirada, una voz. En realidad lo buscaba a él, a su hombre, a su amor y a su desdicha. Rondaba por el lugar concentrada, unicamente, en hallarlo entre el gentío; retribuía saludos con indiferencia y amable desinterés. Sólo le importaba él, nadie más. Al fin comprendió que no lo encontraría y se enojó consigo misma, estaba claro que no tendría que haber ido. Además de reabrir viejas heridas y dolores, que todavía sentía, nada podría hallar en su vuelta al colegio. Acaso de verdad creyó que él iba a estar allí ,esperándola, libre y enamorado aún de ella, ansioso por recuperar los años de soledad y frustración. Acaso tuvo la ingenua esperanza de subir al aula y encontrarlo. Aquello era una bobería, una tontera.
   En el primer piso, sentado en su banco, Oscar se recriminó por aceptar la invitación del Sr Garberi, eterno director del colegio, profesor siempre orgulloso de aquella primera camada de graduados. Que razón, salvo un impulso autodestructivo, pudo llevarlo a volver, a revivir a su juventud, a aquellos días donde conoció al amor y lo perdió para siempre; donde fue de verdad fue feliz pero a la vez comenzó a andar los caminos de la pena nostalgiosa y permanente. Más de veinte años la estuvo esperando para volver a ser dos, o al menos enterarse de porqué lo dejó ir, y recién ahora, sentado en su pupitre, se dió cuenta de que nunca volvería a verla. Ese fue su gran descubrimiento y justo es decirlo, deseó no haberlo hecho.

          Sorprendida por su propia estupidez, cansada de una búsqueda y una espera estéril de muchos años, se alejó de todos y se sentó en la escalera. Desde su mangrullo, mirando a la nueva promoción de alumnos, Marcela, que también fue jóven y alegre, se dió cuenta de lo sola que estaba. Las chicas envueltas en un uniforme que vanamente pretendía ocultar lo evidente, le hicieron entender que el tiempo transcurría. Entendió que su época de gloria había pasado y peor todavía se fue sin ella. Desde el momento en que no lo volvió a ver, su juventud, su gloria y su alegrìí, partieron para siempre. Hoy con el cabello más gris, los pechos menos tensos y los ojos algo más miopes, no tendría otra oportunidad (que tampoco buscaría). ¿ Cómo pude venir?, se preguntó, el no me buscó antes y no lo iba a hacer ahora. Compadecida de sí misma, se acurrucó en su escalón y no pudo evitar llorar.
         
          El mármol estaba frío, era incómodo e insensible, pero ese era su lugar. Sentada en el tercer escalón, contando desde abajo, Marcela lloraba quedamente. No se atrevía a abandonar ese lugar. En ese lugar, en ese peldaño, fue el escenario donde se enamoró, allí casi cuatro lustros antes le dió el primer beso y acordaron la primera salida. Pero también fue su altar, el símbolo sagrado de su unión con él. Porque cuando se sintió preparada y segura para que su cuerpo recibiera en su carne interior al sexo de su amado, sólo puso una condición: la primera vez tenía que suceder donde el primer beso y las primeras caricias; allí exactamente, en el tercer escalón contando desde abajo. Fue un viernes por la noche y entraron por los fondos del colegio, fue la única vez que el gastado mármol no estuvo frío e insensible. Ahora, sentada en su altar pagano, recordando todo aquello; sintió lo vano de su espera.

          Tanto uno como el otro fueron víctimas de un amor desencontrado, los dos sufrieron, ambos extrañaron y ninguno pudo olvidar aquel romance primero que parece, fue el único que tuvieron. Y a mí que la vida me enseñó a fuerza de maltrato que las ilusiones son tan necesarias como esquivas, que el amor no siempre todo lo puede; es que profeso un cierto fatalismo que me impidió sorprenderme con esta historia que el Prof. Garberi, gran amigo, me relató algún tiempo después. Estábamos sentados en la biblioteca de su casa de la calle Oruro en Lomas de Zamora, tomando café y añorando el pasado. Garberi me narraba el sufrimiento de sus dos alumnos más queridos y casi sollozaba emocionado. Los vió partir jóvenes y felices para reencontrarlos con la gris aura del desamor autoinfligido. Amagué una despedida pero Garberi me detuvo, tómese otro café, me pidió, todavía no conoce el final de la historia.
          Oscar permaneció sentado en su aula, quería marcharse pero no podía, un sueño lo tenía amarrado. La esperanza de verla entrar al aula como antaño, con su cuerpo firme, la mirada seductora, enamorada. Que volviera a sentarse a su lado, palpitando de placer por el encuentro.
          Marcela tampoco pudo irse, esperaba que sonara el timbre del recreo, para verlo bajar por la escalera hasta el tercer escalón, contando desde abajo, para besarla con suavidad como siempre.
 Ambos esperaban cosas parecidas, mientras recordaban su propia graduación, cuando todos prometieron algo. Los amigos juraron que el hecho de crecer no iba a separarlos y aquellos que se amaban entonces dijeron seguir amándose después. La vida, los años fueron pasando y tanto Marcela como Oscar sintieron que alguien les había mentido.

           Muchos días con sus noches invirtió Oscar en aquella espera, sin que el teléfono sonara. Al parecer la promesa estaba rota. Y cuando le llegó la noticia de que lo aceptaban en el Instituto Balseiro, un poco por vocaciòn y un mucho por despecho, partió a Bariloche y se radicó allí permanentemente.
           Marcela ojeó decenas de libros y no leyó ninguno, sus ojos permanecían atentos a la mesitas de luz y no a los textos. Se convirtió en una muchacha triste, resignada. Su padre al verla así aceptó viajar por el mundo sirviendo en el Servicio Exterior, para liberarla de ella misma. Marcela, se sentía engañada, y creyendo que la distancia la haría olvidar se fue con su padre a conocer  París, Roma y Bagdad.
           Ambos se marcharon, dejando como único contacto con el pasado y Buenos Aires al director Garberi, con quien siempre hablaban por teléfono o se escribían largas cartas. Años después, para el aniversario del colegio, ellos aceptaron volver especialmente. El viejo profesor se los pedía. Marcela llegó sola a Ezeiza y Oscar aterrizó en el Aeroparque.
            La esposa del Prof.Garberi me invitó a cenar, lo pensé un instante y desistí. El regreso era largo y ya era tarde. Cuando me despedía no pude evitar preguntarle lo obvio a Garberi: ¿Marcela y Oscar, finalmente se encontraron?. Garberi me miró con piedad y algo de tristeza, como a quien está a punto de morir. Me cuesta creer, me dijo, que tantos años de estar solo, te nublen el discernimiento sobre las cosas de la vida, esa respuesta deberás descubrirla por ti mismo. Cerró la puerta y me dejó parado en la vereda.
          Iba a exigirle una respuesta pero en lugar de eso me encogì de hombros, puse las manos en mis bolsillos y caminè hasta la estaciòn del tren.
 

Osvaldo Igounet
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