Mis ficciones, texto 4: SUENA 2° PARTE (y final)


           " He cometido el peor de los pecados
                                           que un hombre puede cometer: no
                                           fui feliz."
                                                           El Remordimiento
                                                           Jorge Luis Borges
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      Iba en el tren mirando sin ver a las estaciones que se sucedían a través de la ventanilla. Los nuevos coches del ferrocarril Roca, recién electrificado, eran muy cómodos, rápidos y silenciosos. En mi asiento me sentí a gusto, protegido y bien.
Mi mente, sin embargo, estaba aún con mi amigo, el Profesor Garberi (de cuya casa estaba volviendo ahora). ¿Cuán desdichados eran Oscar y Marcela?. ¿Cómo pudieron arruinar sus vidas de esa forma cruel y estúpida?. ¿Era cierto nomás que a pesar de estar ya a finales del siglo XX la gente sufría tanto por amor?. Y me escuchaba preguntarme si podría hacer algo por ellos, tratar de acercarlos; sabiendo que ya no podrían recobrar al tiempo perdido.
     El hall de Constitución estaba casi desierto. Ya era tarde. Una vieja y gastada prostituta estaba sentada en el taburete del bar de la estación, esperando resignada a algún cliente tan solitario como desesperado; a sabiendas que su flaccidez y su gordura atentaban contra su trabajo y esperanza. Su boca cuasi desdentada y amarillenta por la nicotina dibujaba en su cara la imágen misma de la resignación. Estaba terminada y lo sabía. Cerca de la puerta del bar otra puta iba de aquí para allá, como haciendo una guardia imaginaria. Era mucho más jóven (veinteañera quizás), lucía su cuerpo tenso y fibroso con desparpajo, en la certeza de no estar sola mucho tiempo más... Pero ya tenía en el rostro el mismo cansancio añejo de la vieja del taburete. Me salió al paso.

--- ¿ Un poco de diversión, señor?.
        No le contesté.
--- Conozco mi oficio, señor. Soy muy buena, en serio.
        Yo seguì callado.
--- Tal vez quiera sexo oral. Ràpido y seguro. Es mi especialidad.
        Ella era insistente. La miraba sin poder contestarle ni moverme. Desde su taburete, la puta vieja, tambièn miraba la escena. Sus ojos irradiaban envidia, estaba convencida sobre la suerte de la chiquilina.
        Escuchè su voz dicièndome:
--- Si quiere podemos hacer la francesa, insistiò tan segura como indiferente. Los
otros gustos tambièn los hago, pero son màs caros.
        Nunca se daba por vencida, no dejaba escapar con facilidad a un posible cliente y tenìa con què lograrlo.
--- No estoy interesado, dije  por fin, otro dìa tal vez. Gracias igual.
        Se quedò miràndome sin creer lo que pasaba. La vieja sonreìa complacida.
Mientras me alejaba los gritos de la putita llegaban hasta mì.

--- Maricón!. Maricón de mierda!. Vos te lo perdés. Chillaba enfurecida.
       Llegué a casa y me dormì enseguida, la puta jòven y la puta vieja estuvieron en mis sueños esa noche.

   Fui a verlo a Garberi al Nacional Martìn Fierro. Camino a su despacho, sentí como Oscar, que el tiempo no pasaba entre sus muros. No se sorprendió al verme entrar, de alguna forma sabía que iría. Después del café me dió los datos de Oscar y Marcela.

     Mi avión aterrizó sin novedad en Bariloche. La belleza del lugar impactaba antes que cualquier otra cosa. En el Instituto Balseiro pude hablar con Oscar; y de repente me estaba preguntando para qué estaba ahì. Me recibió porque el nombre de Garberi y el recuerdo de Marcela lo permitieron. Hablamos con brevedad, un encuentro incómodo y casi sin sentido.

     Marcela estaba en el exterior. Como su padre, el embajador, ella se dedicó al servicio diplomático. Era agregada cultural en nuestra embajada en Madrid, un cargo tranquilo en un destino apropiado. La llamé por teléfono y otra vez el nombre de Garberi derribó las barreras de la desconfianza. Quedamos en vernos en el Tortoni a las siete de la tarde del 11 de marzo de 1994, dos meses después, cuando volviera al país. Exactamente un año más tarde desde aquella vuelta al colegio, cuando las bodas de plata.
    El Tortoni estaba lleno. Justamente una amiga mía presentaba su libro de poesías y como era temprano disfruté del acto. Además los preparativos del programa de Dolina intensificaban la actividad en el bar.
    La descubrí enseguida, aunque no la conocía personalmente. Ella era como la imaginaba. Estaba nerviosa, mucho. Pedimos café. Le dí un ejemplar del libro de mi amiga y sin saber que hacer empezó a hojearlo. Otra vuelta de café y el encuentro fracasaba en mi silencio y quietud. Me convidó un cigarrillo y me miró mientras jugaba con el humo. 

--- Para qué me citó, preguntó por fin.
--- Para hablar de usted, le contesté. Como le dije por teléfono, el profesor Garberi me contó una historia sin final que me intrigó. Por eso la llamé, espero que no esté molesta.
--- ¿Què historia es esa?.¿Què tiene que ver conmigo?. No lo entiendo.
     Estaba inquieta y no lo ocultaba. Y se la veìa tan linda y elegante. Ya no la miraba como un espectador, ella me interesaba intimamente.
--- Le concierne y mucho, le dije. Garberi me contò sobre la fiesta del colegio el año pasado. Y también me habló sobre dos de sus alumnos más queridos, envueltos en un desencuentro permanente, una espera inútil. De dos vidas llenas de soledad y desencanto.
    Ella estaba más tensa todavía.
--- ¿Y yo qué tengo que ver con eso?, me preguntó.
--- Mucho, le dije, diría que todo. Yo conozco su historia, Marcela, la suya y la de Oscar. Ese amor que les hizo desperdiciar los valiosos años de la juventud.
      Marcela lloraba sin que le importara la gente a su alrededor. Ningún secreto suyo lo es en realidad para mí. Se de usted, quizás, más que usted misma. Era claro que la estaba lastimando, pero así ella podría reaccionar.
--- Garberi no tiene derecho a contarle nada a usted.
Es mi vida, mi privacidad. Y a usted, qué derecho le asiste para saber tanto sobre mí. ¿Acaso goza con el dolor ajeno o sólo con el mío?.
     Estaba furiosa.

--- Comprendo su enojo, le dije, pero está equivocada. Yo no soy un extraño, tengo la obligación de meterme en su vida. Aquello que le pasa a usted, Marcela, me atañe a mí. Me siento responsable de sus sufrimientos, de su soledad y de su exilio. Me siento culpable por haberla obligado a malograr tantos años de su vida en una espera irracional y torturante. Mírese por favor, le grité, mírese y vea en que convertí a una mujer feliz. Tengo que meterme en su vida puesto que fui yo quien la arruinó. Tratar de devolverle, en parte, su felicidad es lo menos que puedo hacer. Al menos déjeme intentarlo, me escuché casi suplicante.

       Yo hablaba de corrido casi gritando, temía que de callar ya no volvería a tener el valor de enfrentarla de nuevo. No volvería a tener otra oportunidad para salvarla de su destino de sufrimiento permanente.
       Ella me miraba, sin entender nada.
--- No me mire así, le pedí. Trate de entender, use su inteligencia para saber quien soy yo. Sólo una persona pudo causarles tanto daño a Oscar y a Usted.
       Comenzó a darse cuenta. La incredulidad y la perturbación estaban en su cara. En su bella cara.
--- Pero entonces sos vos, sos ese...
     Ahora me tuteaba.
--- No pude ser, dijo, me niego a creerlo.
--- Sin embargo estamos juntos aquí. Estar hablando entre nosotros lo prueba.
Para qué le mentiría en esto. Sí Marcela, yo soy ese hombre. El culpable.
--- El autor, me acusó, sos el autor. Me miraba con odio.--- ¡hijo de puta!, gritó.
      Luego sólo el llanto. Necesitaba llorar, era su derecho.

  Le dí todo el tiempo que necesitó para llorar, insultarme y desahogarse. Absorví sus insultos pues los merecía.

--- Hijo de puta. Miserable y mal parido hijo de puta, me seguìa gritando.
--- ¿Por què me hiciste sufrir tanto?.
 
     No tenía ninguna respuesta. Solo podía intentar aliviar su dolor.
     En Constitución todo estaba igual aquella noche. La vieja prostituta seguía en el taburete esperando a su cliente. Quebrados ya, por el uso y el mal trato. La puta jóven caminaba de acá para allá aguardando también algún cliente. Me vió y no pareció reconocerme.
     Oscar llegò a nuestra cita extrañado tanto del lugar como de la hora del encuentro. Estaba inquieto, ansioso y no lo escondìa. Necesitaba a las noticias que yo pudiera darle. Noticias que no iban a gustarle.
--- La encontró; me preguntó a quemarropa.
--- Sí, la encontré, le dije secamente.
     El  necesitaba más que eso.
--- ¿Volverá a mí?. ¿Lo hará?. Insistiò con angustia.
      Lo miré a los ojos antes de contestarle.



--- No, no volverá a usted. Hace mucho tiempo que lo olvidó, le mentí. Incluso casi no recordaba su nombre después de tanto tiempo. Marcela está enamorada de otro hombre. Ya no hay nada entre ustedes; le mentí otra vez.
     No me respondió. De alguna forma esperaba algo así. El pasado nunca vuelve, tendría que haberlo entendido mucho antes.
--- Gracias igual por intentarlo, me dijo. Era una quijoteada sin sentido.
--- Así es, le contesté, no hay ninguna esperanza con ella.
     Oscar estaba destruído, yo lo había hecho por segunda vez. Pero ahora me compadecí del infeliz, le debía al menos un último favor. Llamé a la putita.
--- Mi amigo, dije señalándolo, no puede estar solo esta noche.
--- Toda la noche, me preguntó ella, con los ojitos brillantes.
--- Sì, le dije, toda la noche y todos los gustos.
--- Te va a costar doscientos pesos, me tanteó.
--- No importa el precio (me estaba robando), no puede estar solo. Tomá la plata y llevátelo a la cama.
     Me sonrió profesionalmente y se llevó a Oscar de la mano, casi arrastrándolo a la oscuridad de la plaza. La puta vieja, que escuchò todo, ya no sonreía. Masticó un poco más de resignación, se encogió de hombros y se pidió otra ginebra.
     Marcela y yo entramos al colegio esa misma noche. Garberi me dió las llaves. Paseamos por las aulas tratando de encontrar el ayer y descubrimos que ya no estaba. Que quizás nunca estuvo. En silencio fuimos hasta la enorme escalera de mármol, siempre lejana y majestuosa. Nos desnudamos y subimos al tercer escalón, contando desde abajo; para hacer el amor. Me recosté sobre el frío y ella se sentó sobre mí haciéndome entrar en su cuerpo interior. Ese lugar tan tibio, tan húmedo y tan suave.




    Ni Marcela ni yo volvimos a estar solos. De Oscar nunca supimos más nada; pero a quien le importa él. Ya no pertenece a esta historia.


                                                                                                             FIN

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