Mis ficciones, texto 6: ESPEJO DE MADERA


El frío se había instalado en la ciudad, sin aviso previo el rigor del invierno hacía temblar a las personas. Una llovizna persistente, inacabable y melancólica potenciada por gélidas brisas que vencían todo abrigo se unían para hacer casi doloroso transitar por las calles porteñas. Sin embargo era necesario hacerlo gustara o no; la ùnica posibilidad era enfrentar al áspero clima para cumplir con las obligaciones diarias. A pesar de la temperatura  el trabajo, los estudios, los compromisos asumidos, seguían existiendo ajenos a cualquier excusa.

     Pero siempre estaban los oasis, refugios visitados por seres temblorosos, con miradas frías y narices coloradas; lugares donde la vida transcurría a ritmo mas lento y con temperaturas mas cálidas. Ellos eran los bares, sitios acogedores donde un cafe caliente era la meta soñada por todos los parroquianos.


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     Con paso lento, cansino, a contramano del resto del gentío, él recorría aquella familiar cuadra que lo separaba del bar de la esquina. Estaba helado pero no le importaba, el frío era un buen compañero de ruta,  en su parsimonioso caminar hasta el bar. Al entrar una oleada de tibieza y húmedad mezclada con el dulzón aroma del café lo recibió amistosamente. Era un momento grato y esperado el llegar a su pequeño búnker, a su refugio. El único lugar en donde se sentía reconfortado, lo podía percibir como algo propio porque no tenía, allí, la sensación de estar sobrando. Día tras día pasaba tranquilamente sus tardes atrincherado en “su“ mesa junto a la ventana viendo al mundo marchar. Afuera era invierno pero no le importaba, pues en cualquier época del año su interior estaba acorralado por un invierno propio, helado y permanente.


     Estaba solo, eso era un hecho, pero ya estaba acostumbrado. Demasiados años transitando por la vida con la sola compañía de su sombra; sin nadie que lo despidiera en la mañana ni lo recibiera por la noche y peor aún: sin nadie que lo extrañara siquiera un poco. Tanto tiempo solo, tanto, que ni la soledad ni la resignación eran una carga o una cruz, sino parte de èl mismo. Le pidió un cortado a Juan, el mozo, que era la única persona que (quizás) se interesaba un poco en él. Al menos en la medida en que pagara su café, allì estaría Juan para servírselo. Juan, el mozo, su mozo; lo más parecido a una esposa diligente (y no se parecía en nada), pero lo único que tenía.


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     Como sucediò nunca lo supo, jamàs encontrò una razòn vàlida para explicar su soledad  pero si ese era su destino èl lo aceptaba manso y entregado. Su vida no era nada excepcional, salvo por el terrible hecho de que eso nunca le preocupò. Ninguna inquietud llegò a perturbarlo lo suficiente para sacarlo de ese letargo permanente que era su vivir cotidiano. Asì desde aquel instante nefasto en que se frustrò  la ùnica oportunidad que hubo tenido, aquella que persiguió y perdiò; dejò de interesarse de todo y de todos y esto lo incluìa a el mismo. Tomaba las cosas como venìan sin pretender nada màs y si no llegaban era igual. Quince años pasaron desde entonces y otros tantos podrìan seguir, ya no le importaba.

      En todo ese tiempo no se habìa fijado en nadie, el amor era algo que èl no viviò y si alguna vez lo tuvo cerca, pues sencillamente no se diò cuenta o no pudo reconocerlo. Salvo por aquel tràgico asunto del que ya poco recordaba, no existìa nada en su memoria que valiera la pena añorar. Nadie a quien extrañar, nadie a quien llorar; de hacer un balance de su vida el saldo serìa cero. Era un hombre sin gloria, sin bienes, sin dinero, sin amor y sin recuerdos, un hombre vacìo. Solamente cuando la depresiòn lo golpeaba duro y la tristeza lo acorralaba y eran momentos muy breves ya; soñaba con algo de todo eso, tal vez para saber como serìa.


     Con el  segundo cafè tratò de recomponer su ànimo. Sabìa que su existencia era estùpida e insìpida y de nada servirìa llenarse de reproches tardìos. A pesar de todo, aùn èl, tenìa un lugar y un refugio; donde estaba sentado ahora: la mesa del bar, su mesa, la de siempre. Quizàs la ùnica cosa familiar que alguna vez tuvo.


     Afuera la vida no se detenìa. Le gustaba mirar a la gente que corrìa, gritaba, se encontraba o se peleaba, inmersos cada uno en lo suyo, de aquì para allà sin cesar. El los observaba y trataba de adivinar como serìa la vida de aquellas gentes y su conclusión era siempre la misma: mejor que la mìa.Del otro lado del vidrio estaba el mundo real, la vida normal y de este lado de la ventana el pequeño mundo suyo. Con seguridad un mundo màs simple pero tambièn màs patètico. El, su mesa y la otra silla; esa vieja y gastada silla de madera, esa inútil silla de madera que tarde tras tarde lo miraba tomar el  cafè. Muda testigo de sus pensamientos, siempre vacìo y sin uso, porque nadie lo acompañaba nunca. Una silla que ademàs era un símbolo y una bandera; una suerte de conciencia y un espejo para recordarle cuàn solo estaba. Una làpida imaginaria, hecha de madera y forma de silla que parecìa decir: aquì yace El, sentado a esta mesa, enterrado en la màs enorme soledad.
 
   Ella entrò al bar con timidez y lo observò con detenimiento.Sus ojos recorrieron cada rincón, cada mesa y cada baldosa hasta aprobar lo que veìa. Màs tranquila eligiò una mesa cercana a la ventana, necesitaba un lugar de poco movimiento y aquel sector del salòn parecìa apropiado, algo solitario, salvo por la mesa vecina donde un hombre taciturno revolvìa su cafè, no habìa nadie màs.

     Se quitò el tapado y se acomodò. Juan se acercò presuroso y ella le pidiò un tè con limòn. Prendiò un cigarrillo y dedicò a beber la infusión sacàndose de encima al frìo. Luego extrajo un libro de su bolso y se puso a leer. Totalmente atrapada en la lectura se desentendiò por completo del entorno.

     Era una mujer hermosa. Sus enormes y bellos ojos color mar recorrìan las pàginas con avidez, Frun-cìa su ceño cada tanto, como desaprobando algo de lo que estaba leyendo y por momentos sonreìa. Su cabello, abundante y sedoso, caìa suavemente sobre sus hombros enmarcando su rostro perfecto. Usaba una pollera breve que dejaba ver a sus piernas, largas, delicadas y torneadas; piernas interminables y sensuales que se cruzaban con elegancia y rapidez. Al hacerlo parecìa como si su intimidad fuera a quedar expuesto a una mirada atrevida y luego la precisiòn del movimiento ejecutado negaba tal posibilidad al observador osado. El misterio no develado aumentaba màs, si ello era posible, la atracción que causaba. Ella era una mujer subyugante y lo sabìa.


     El hombre la miraba cauteloso para que nadie supiera que espiaba. Su masculinidad lo puso inquieto, perturbado y atraìdo. Incluso de alguna forma,  tambièn molesto, invadido. Ella era tan bella como extraña, totalmente ajena a èl y su mundo; y sin embargo estaba allì en su bastión, amenazando a su soledad. Se sintiò asustado e inseguro. Acostumbrado a estar solo o a lo sumo rodeado de seres tan anodinos como el, pequeños fantasmas humanos que vagaban por las lustrosas baldosas del bar sin tener que llegar a ningún lado, sin inquietudes ni esperanzas; solo pudo sentir miedo de tenerla tan cerca. Ella pertenecìa al mundo exterior, al otro lado del vidrio y de repente llegaba a adueñarse de su lugar, su trinchera y su escondite; llegaba para quebrar eso que el llamaba intimidad.


     Para colmo no era una persona cualquiera sino ELLA, toda una mujer. Especial, misteriosa, atrapante, bellìsima y desconocida. Se sintiò mal otra vez, quizàs desubicado y por completo superado. Girò su cabeza y se encontrò mirando a la silla vacìa en su mesa y no pudo evitar sentirse màs solo todavía. Su alter ego de madera seguìa quieto y mudo, èl se sintiò peor aùn.


     Una nueva tarde llegò. La llovizna y el frìo continuos anunciaban que el invierno tardarìa en irse. El cielo gris parecìa viejo y cansado. Este dìa, penso èl, se parece mucho a mì. Su ànimo se cubriò con todo el dolor y el hastìo de su vida solitaria. Hizo un esfuerzo para sobreponerse a el mismo, se acomodò en su silla y comenzò a revolver el cafè como todos los dìas., la escena cotidiana y conocida; aunque no exactamente igual que siempre. Hoy estaba intrnquilo, molesto e impaciente. No sostenìa a la cucharita con la  displicencia  habitual sino que la atenazaba, y en lugar de salpicar levemente la mesa volcò la taza entera. Insultò por lo bajo y le pidiò a Juan otro cafè, comenzò a revolverlo.


  


     La llovizna continuaba monòtona, aburrida y silenciosa, la calle semidesierta sòlo contenìa a algún peatòn que corrìa presuroso. El semáforo trabajaba incansable: rojo, amarillo, verde; rojo, amarillo, verde una y otra vez. El semáforo es muy aburrido y rutinario, pensò, y agregò como la historia de mi vida y volviò a sentirse muy mal. Pidiò otro cafè y la cucharita girò de nuevo.


     Cuando la puerta se abrió el escalofrío que recorrió su espalda lo hizo temblar. Habrá llegado, se preguntó, pero no se atrevió a mirar, dejó sus ojos fijos en la ventana. Con lentitud empezó a girar la cabeza para intentar mirar a la otra mesa, pero tenía que ser sigiloso para pasar inadvertido. Tenía que dar casi media vuelta con el cuello y no pudo. A mitad de camino se topó con la silla vacía de su propia mesa y volvió a la realidad. No tiene sentido, se dijo, y enfocó otra vez hacia la calle, así debía ser, ese era su destino. En su mesa siempre hubo dos sillas y a lo largo de los años solo una se ocupaba, la suya, porque eso era lo correcto y la otra silla vigilaría que así fuera; pues como un insobornable espejo de madera la segunda silla, siempre vacía, reflejaba su imagen, la figura del hombre que debe estar solo.


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     Abrió la cartera y sacó un espejo,  se examinó detenidamente y meneó la cabeza con desagrado, era evidente que no estaba satisfecha con lo veìa. La lluvia había mojado su cabello y quizás estropeado su peinado. Con coquetería intentó arreglarlo y no pudo. Suspiró con resignación y tomando su libro  volvió a perderse en la lectura.


     Sus largos y finos dedos acariciaban las páginas mientras leía, ajena por completo a todo lo demás, incluso a lo que provocaba su presencia. Nadie conocía la trama de aquel libro pero era evidente que a ella le fascinaba. Bastaba con ver la agitación que le producìa la lectura. La blusa marcaba como sus pechos se balanceaban rítmicamente arriba y abajo al respirar muy profundo. Senos que se adivinaban firmes y sinuosos, proporcionados pero grandes debajo de esa prenda que los cubrìa por completo pero que con mucho esfuerzo lograba contenerlos.
 
    El bajò la vista nervioso y excitado.  Encendiò un cigarrillo sin saber cuàntos habìa fumado. Juntò valor para mirarla y ya no pudo dejar de hacerlo. Fumando como un autómata y por completo envuelto en la belleza de ella la miraba sin descanso ni sigilo. Sin saber muy bien como su imaginación empezò a caminar ardiente y descontrolada.

     Ella esta con él en su mesa, sonriéndole y hablando de sus cosas, aceptando su amor y su deseo. El se vió a si mismo sumergido en las profundidad de la mirada femenina, transportado hasta la máxima intimidad del alma de aquella mujer, como si sus ojos fueran el portal de acceso a los secretos mas protegidos que ella pudiera tener. Ojos que lo envolvían en una caricia suave y dulce, llevándolo a lo mas lejano de ese océano virtual desde su color verde azulado. Sus pupilas brillaban sin enceguecer, dando la paz y la serenidad del nirvana metafísico. Imaginó a sus manos recorriendo centímetro a centímetro a esa piel  delicada y perfecta, sumergiendo sus labios en su escote hasta lograr desbocar a sus pechos de placer. Penetró con frenesí en la mas remoto de su sagrario, húmedo y cálido, hasta conocer la exacta dimensión de su interior, mientras una oleada de lujuria insaciable y placentera los atrapaba para siempre.  Fantasías desconocidas e improbables inundaban su cerebro y de pronto comprendió que entre la misteriosa atracción de su mirada hasta los maravillosos contornos de su cuerpo, ella lo terminaría enloqueciendo. Sacudió de su mente esos pensamientos abriò los ojos y enojado consigo mismo volvió a la realidad o lo intentó al menos.

     La mujer seguía absorta en la lectura y el acalorado y sudoroso por primera vez en muchos años, asustado y arrancado de su letargo, estaba confundido. Eran sensaciones nuevas e ingobernables. La miró otra vez y casi contra su voluntad, desafiando toda lógica; llegó a su mente la  temerario idea.Quizás y solo quizás, pudieran ser dos en su mesa …
 
 
                              
    Casi un mes pasò desde aquella tarde de sexo imaginario y sueños romànticos. Durante todo ese tiempo, tarde tras tarde esperò que ella apareciera. Sufriò su ausencia, lamentò no haberle dicho nada,no hubo despedida nadie dijo adiòs. Aquella hermosa mujer de mirar profundo y cuerpo ideal nunca volviò al bar y el se quedò con sus ilusiones truncas.  Supo que no la verìa de nuevo, que ella habìa sido una visiòn en medio del desierto, un espejismo tan cruel como atractivo. Una aparición que solo sirviò para que advirtiera en toda su dimensiòn la enormidad de la soledad en que vivìa. Fue una toma de conciencia dolorosa, cruda y descarnada, pues si bien el sabìa de su miserable existencia, sòlo la llegada y partida de ELLA, pudo ubicarlo en el espacio justo de su triste vivir. Dimensionar tanta vida gris, solitaria y olvidable en su exacta cuantìa fue un golpe muy duro para EL y apenas si pudo soportarlo.

     Nunca màs, pensò, puede sucederme algo asì. No creo poder tolerar otro golpe como este. El era un solitario, un tipo vencido y entregado por quince años de derrotas y desilusiones; era un perdedor y lo sabìa, estaba acostumbrado a ello. Por eso este dolor fue tan grande, porque era nuevo, desconocido. Olvidò lo que era cuando la viò y cuando ella se fue, volver a su realidad fue demasiado. Era una forma diferente de sufrir y costaba asimilarla. Por eso, para no volver a sufrir asì, tomò la ùnica decisión que un tipo como èl podìa aceptar, el ùnico camino posible. Se condenò a una vida màs gris y màs sola. A caminar un camino que no tiene retorno.



     Como todas las tardes caminaba para el bar, pero hoy sus pasos eran diferentes, tenìan determinación, una energìa impropia de èl. Caminaba con el paso seguro del que tiene un objetivo que cumplir y està dispuesto a hacerlo.



     El tiempo cura todas las heridas, se dijo, y esta tambièn cerrarà. Màs tarde o màs temprano me darè cuenta de que esto es pasado, iba tratando de autoconvencerse. Ansiaba con todas sus fuerzas que todo esto no se repitiera, que aquellas nuevas sensaciones que sintiò no pudieran volver. La excusa del tiempo que todo lo sana servirìa una vez, pero no dos, por eso lo importante era impedir que volviera a pasar. Por primera vez en su vida tenìa una soluciòn para un problema.


     Entrò al bar y le pidiò a Juan, el mozo, un cafè. Con una sonrisa triste y resignada se sentò en su mesa. Mirò a la vieja mesa y las dos sillas con ternura, después de todo ahì estaban todos sus afectos, pero no se arrepintió. Aquellas nuevas y dolorosas sensaciones no debìan volver. Respirò profundamente y tomò a la segunda silla, aquella que siempre estuvo vacìa; y la separò con fuerza de su mesa. Juan le sirviò el cafè y se marchò cargando a la silla despedida y sin entender que pasaba. El prendiò un cigarrillo, sonriò con tristeza y mirando hacia el otro lado de la ventana se puso a revolver su cafè.


                                                                                                                    FIN

 Osvaldo Igounet
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