Mis ficciones, texto 9: SEIS SIFONES EN EL PATIO DE BALDOSAS ROJAS


   Nunca entendí muy bien lo que pasó. Seguramente mi ignorancia sobre las cosas de la vida de la que era poseedor entonces contribuyó a ello. Todo fue sorpresivo e inexplicable para mí; incluso me atrevo a afirmar que la sorpresa fue para todos en casa, aunque para mí fueran todavía más incomprensibles los sucesos de aquel día.

      Saben, ya han pasado larguísimos 32 años de entonces, y aunque ahora con la madurez adquirida con el tiempo pueda, al recordar todo aquello, darme mil explicaciones lógicas, coherentes y hasta filosóficas; aún así me cuesta comprender y sobre todo aceptar lo que viví en esas doce horas de mi vida. Por eso y a falta de algo mejor, vaya este breve relato como consuelo para el alma.
 
     Hasta donde puedo recordar era otoño, una hermosa y tibia tarde de abril en
1964. Yo estaba corriendo de un lado a otro de la casa bajo la atenta vigilancia de mi madre. Era un pequeño y revoltoso terremoto de tres años de edad, con muchas energías para gastar. Nada había más divertido que corretear y hurgar en todos los rincones de la casa, revolver los cajones de la cómoda o garabatear mis primeras letras en cualquier papel que hallara por ahí. Pero lo que más me gustaba era vaciar los sifones de vidrio verde que José, el sifonero, traía todos los martes y los viernes. Invariablemente me ocupaba de dejar sin líquido a aquellos sifones de vidrio verde. Y pocas cosas enfurecían a mi madre tanto como escuchar la soda caer en el patio de baldosas rojas. Me extasiaba oír el ruido inconfundible del sifón al vaciarse mientras miraba bailar a las burbujas libremente por las baldosas del patio.
 
     Aquel era, sin dudas, mi rincón preferido. Me escondía debajo de la escalera que llevaba a la terraza, cubriendome con la pileta del lavadero y usando a mi favor el batifondo que el enorme y redondo lavarropa blanco hacìa cuando funcionaba. La ronca y latosa voz de su motor trabajando a pleno lograba ocultar
el ruido de los sifones al vaciarse. Salvo cuando arteramente detenìa su marcha
logrando que mi ballet de burbujas sonara màs fuerte que un grito, casi como el de mi madre al retarme.
 
     No sè en verdad cuàntos sifones he vaciado ni cuàntos coscorrones recibì, pero puedo asegurarles que desde aquella mañana de abril de 1964 ya no me interesò llevar la cuenta. Tardè mucho en desear volver a jugar en el patio de
baldosas rojas, pues con sifones o sin ellos ya no era mi refugio.
 
     Mi familia iba llegando a casa. Primero fue mi abuela, que como todas las tardes venìa a ver a Pablo, mi hermanito menor y a mì. Màs tarde llegaron mis tìas, mi prima Marta y finalmente mis hermanas mayores que volvìan del colegio.
Sòlo faltaba mi padre que todavìa estaba trabajando. La gente se repartìa entre el comedor y la cocina, tratando de ayudar a mi mamà en las tareas de la casa,
aunque sospecho que habiendo tantas manos para hacer las mismas cosas tal auxilio era por lo menos dudoso. ¿Yo?, bueno, estaba como siempre vaciando los sifones en el patio de baldosas rojas.
 
     Ahora sì que mamà estaba verdaderamente enojada. Vino a buscarme y enseguida comprendì que habìa lograda enfurecerla, que ella había agotado su paciencia
y su capacidad de tolerancia y por lo tanto obrè en consecuencia:me escondì debajo del bayut. Mi hermanito, en su cuna,permanecìa ajeno a mi problema y el
resto de la familia sonreìa viendo la ofuscaciòn de mamà al buscarme por toda la casa sin poder hallarme, mientras yo no me atrevìa a salir de mi escondite.
 
     Mamà cambiò de pronto. Cansada de mi travesuras, harta de buscarme por la casa y con el temor de hacer el ridìculo delante de los demàs por mi mal comportmiento. Ella variò su actitud y el tono de su voz. En un instante la indignaciòn diò paso al buen humor y el enojo se transformò en sonrisa. Sus gestos y su voz tenìan ahora la ternura del momento de abrazarme besarme. Me llamò y yo creyendo que el temporal habìa pasado corrì a sus brazos, confiado y seguro. Ella me recibiò con un beso y luego me diò una estruendosa cachetada; la piel me ardiò y sus dedos se marcaron en mi mejilla. Sin embargo su mirada me dijo que el sopapo le doliò màs a ella que a mì, aunque yo lo mereciera. Entonces aprendì que significa la palabra estrategia y como aplicarla para lograr un objetivo.
 
      Serìan cerca de las cinco de la tarde cuando Mamà y Marta salieron por un rato, dejàndonos a Pablo y a mì al cuidado de mi abuela y de mis tìas hasta que llegara mi viejo. ¡Còmo me gustaba verlo llegar del trabajo!. Cruzar la pesada puerta de hierro con su gran sonrisa en los labios, su maletìn de cuero con sus iniciales grabadas en oro y sus elegantes pantalones de tiro largo, siempre bien planchados y combinados. Llegaba papà y era una fiesta. Mi fiesta, especialmente.
 
       Mamá y Marta fueron a Flores para hacer algunas compras. Ropa nueva para el bebé, una cortina para el baño y alguna cosilla más. Después tomaron el tè en la confitería San José y finalmente volvieron en el colectivo 141. No sè a ciencia cierta de que hablaron ellas esa tarde, aunque tengo mis sospechas. La única certeza es que cuando bajaron del colectivo fueron a la Iglesia que estaba a la vuelta de casa. Mamá se confesó, no creo que tuviera pecado alguno que declarar, asistió a misa y comulgó. Sólo luego de haber llenado su cuerpo y su alma con todos los sacramentos necesarios para estar en paz con Dios, volvió a casa, junto a Marta claro.
 
      Esa noche cenamos todos juntos como siempre. Yo podía sentir la mirada orgullosa y tierna de una madre por sus hijos. No puedo describirla exactamente, es imposible, pero era como si una nube llena de amor flotara sobre mi hermano y yo, que sabíamos venía de ella. Un tipo de mirada y una sensación que sólo volví a sentir años después, cuando mi padre me miraba igual y màs luego aùn, al mirar asì a mis propias hijas.
 
      Al terminar la cena mi abuela y mis tías volvieron a sus casas, mis hermanas mayores se acostaron. Mamá tomó al bebé en sus brazos, lo llevó a su cuna, le ajustó el chiripá y con caricias y besos lo hizo dormir. Después, a mi turno, me puso el pijama y me acostò acariciándome el cabello. Finalmente mis padres también pudieron dormirse.
 
      El amanecer llegò cuando los rayos del sol comenzaron a iluminar el horizonte en el saliente. El silencio era total. Yo daba vueltas en mi cama dormido pero inquieto; Mamà se despertò llorando y susurrando lo llamò al viejo: Osvaldo!, Osvaldo!, èl tratò de tranquilizarla pero no logrò que volviera a dormirse. Me despertè llorando y ella vino a calmarme tomàndome en sus brazos. Fuimos juntos a la cuna del bebè, que dormìa con plàcidez y lo besò. Luego y siempre en brazos de mamà fuimos a la cama grande donde papà esperaba.
Quique, le dijo ella, Osvaldito (ese soy yo) se despertò, voy a dormirlo acà y mi viejo aceptò que durmiera en su cama. Ella se acostò y con la ayuda de las almohadas quedò semi sentada, abrazàndome. Me sostuvo muy fuerte, me besò largamente y asì nos dormimos; yo estaba muy feliz.
       A las siete en punto sonò el despertador, papà se levantò y preparò el mate y el desayuno de las chicas. Ellas se despertaron tambièn. Casi inmediatamente fue mi hermano, que llorando anunciaba que tambièn habìa despertado. El trajín de un nuevo dìa comenzaba y tanto barullo me despertò a mì tambièn. Abrì mis ojitos y vì dormir a mi mamà. Me acurruquè entre sus brazos y su pecho, sintièndome còmodo y protegido. Asì me quedè para no molestarla.
      Mi madre nunca màs se despertò. Tuvieron que sacarme de ella casi por la fuerza (no querìa irme de allì y dejarla sola), pero al final tuve que hacerlo. No
supe en esa hora que habìa sucedido ni por què no la verìa màs. Pero desde aquella mañana jamàs pude volver a vaciar los sifones verdes en el patio de baldosas rojas.
                                                                                         
Osvaldo Igounet - copyrigth 1997
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