EL LADO AMABLE DEL CORONAVIRUS

escribe Osvaldo Igounet

   Los eventos de extinción masiva forman parte de la evolución del planeta Tierra y se generan con cierta regularidad a lo largo de miles de millones de años geológicos destruyendo a su paso buena parte de la vida y los ecosistemas conocidos y existentes a ese momento para dar paso a un nuevo ciclo evolutivo en la historia del Universo y por supuesto de nuestro planeta también. Según dicen los físicos el Universo nació del Big Bang hace trece mil millones de años y desde entonces no ha dejado de crecer, expandirse y evolucionar, la nada misma su propia materia implosionando sobre si con una potencia tal que generó el principio de la inmensidad insondable que intentamos conocer hoy, luego el polvo cósmico se fue uniendo de diferentes formas y procesos y las leyes de la física todo fueron naciendo, estrellas variables, estrellas enanas, galaxias y planetas, un caos cósmico de proporciones que sin embargo ha respetado las inviolables leyes de la física. Una creación tan maravillosa que la espiritualidad la explica a fuerza de Fe y de la existencia de un Dios cuya voluntad creativa justifica todo este proceso mientras que la física cuántica y últimamente las teoría de cuerdas trata de hacerlo a través de la lógica; aunque como yo lo veo una cosa no invalida la otra sino que la complementa, aunque esa es otra historia que no viene al caso en esta nota.

   La Tierra tiene entonces en ese marco científico sólo cuatro mil millones de años y desde entonces no ha dejado de cambiar y evolucionar sin parar, un proceso que como dijimos al principio produjo innumerables eventos de destrucción masiva que fueron dando paso a un planeta distinto pero también diferente al que era anteriormente. La última destrucción masiva fue hace sesenta y cinco millones de años (ayer nomás en términos evolutivos) cuando un enorme meteorito cayó sobre Yucatán en México terminando para siempre con la especie dominante hasta entonces los dinosaurios, enormes lagartos que hasta hoy alimentan la imaginación de buena parte de la población; solo sobrevivieron lagartos pequeños como lagartijas y cocodrilos, algunas variedades de insectos y pequeños mamíferos. De esos pequeños mamíferos descendemos todos los humanos que somos mamíferos y de algunos dinosaurios más pequeños evolucionaros todas las aves del cielo que hoy vemos.

   Y la raza humana un día apareció sobre la faz de la Tierra y desde ese mismo instante no ha dejado de pensar en su extinción. Desde la Fe la Biblia nos habla del apocalíptico armagedón, la ciencia ficción nos hace víctimas de una invasión extraterrestre y la ciencia nos amenaza con la mega explosión de uno o más súper volcanes (hay trece en todo el mundo) que arrasarían con todo lo conocido hasta hoy. Para unos y para otros la caída es inminente, el fin del mundo está a la vuelta de la esquina y nada podemos hacer para impedirlo; y quizás sea cierto. El progreso desmedido ha matado buena parte de la espiritualidad humana con sus ambiciones desmedidas de poder y dinero provocando un calentamiento global que va destruyendo al planeta de una forma moderna y a una velocidad extrema.

   Pero un día el coronavirus llegó y todos fuimos sorprendidos. A pesar de las predicciones, la imaginación de los escritores y las advertencias de los científicos, el fin del mundo y de la humanidad no viene del espacio ni de los volcanes sino de un microscópico virus para el que no hay vacuna ni antídoto; salvo la higiene personal y el aislamiento social absoluto. La perdición no la trae el Anticristo, ni una mega explosión ni un marciano sino en bicho inmundo al que no podemos ver. El coronavirus infectó al mundo entero en tres meses, mató y mata a miles de personas y todo lo destruye. No habrá economía que siga en pie, no habrá poderoso que lo esquive y no habrá comercio que lo resista. Además de las personas el coronavirus decretó el final del turismo internacional, el comercio, los espectáculos masivos y las relaciones interpersonales afectivas tal como las conocíamos hasta hoy. Lo que no mata lo destruye y allí radica su capacidad de engendrar pánico en pueblos y gobiernos. La nueva posible extinción masiva de nuestra civilización tan predicha e imaginada tiene la forma de una influenza misteriosa y letal. El Principito tenía razón: lo esencial es invisible a los ojos y ahora uno se pregunta si hablaba del amor y la bondad o del coronavirus. En esta era del planeta Tierra es la raza humana la predominante y como los dinosaurios de antaño enfrentamos una amenaza concreta que de una forma u otra puede acabar con todos nosotros. ¿Justicia divina o profecía autocumplida?, por algo es que sólo ataca personas nada más. Ni animales, ni insectos ni plantas, solo a quienes le hacemos mal a la Naturaleza: la raza humana.

   ¿Es el coronavirus a la raza humana lo que el mítico asteroide a los dinosaurios?. ¿Es un asesino o un justiciero?; después de todo con los humanos encerrados en sus casas el planeta está floreciendo de nuevo: la capa de ozono se está recomponiendo, las aguas se están purificando y la contaminación ambiental está bajando, la flora y la fauna empieza a recuperar también su libertad y esplendor; ergo sin nosotros la Tierra esta renaciendo. Desde un punto de vista planetario y filosófico cabe preguntarse entonces quien es la infección en esta hora ¿nosotros los humanos o el coronavirus?.

   Personalmente no creo que el fin del mundo haya llegado todavía pero es una advertencia, una oportunidad de renacer y mejorar. Una advertencia para todos, si somos creyentes como humanidad deberemos dejar de atentar contra la creación divina y somos pragmáticos deberemos dejar de dañar nuestro habitat y volverlo sustentable. Desde lo espiritual o desde lo natural el desafío es claro, cuando esto pase no podremos seguir siendo como éramos porque si no aprendemos no habrá una nueva oportunidad, sea Dios o la Naturaleza alguno nos cobrará la factura.

Osvaldo Igounet
copyrigth 2020


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