LA PANDEMIA DEL SILENCIO

por Osvaldo Igounet


Antes de sentarme a escribir este texto no tenía muy claro si hacer una nota periodística o un pequeño relato literario y ahora frente a la pantalla de la computadora tal duda no se disipa así que opté por escribir desde los sentimientos que me abruman en esta madrugada de otoño y cuarentena obligatoria. Ni una crónica ni un relato, sólo un fluir de emociones espontáneas. Sepas ustedes disculpar tal atrevimiento.

Soy un hombre de Fe, un hombre que cree en Dios y en su justicia divina. Y como todos sabemos la justicia antes que nada es equilibrio por eso mi pensamiento primero es optimista con un convencimiento ante tanta incertidumbre: ni Dios ni la Naturaleza nos ponen pruebas que no podamos superar ni cargas que no podamos soportar, por ende el coronavirus pasará, sobreviviremos a la pandemia. No hay dudas sobre eso.

El problema aquí es el mientras tanto. No hay vacuna, no hay antídoto salvo aislarse por completo para no contagiar ni contagiarnos; por eso amanece en mi ventana la octava mañana de soledad obligada en el campo. Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio ordenó el presidente Alberto Fernández por mi bienestar, para tú bienestar, por el bienestar sanitario de todos. Hace tres años que dejé la gran ciudad en busca de esa paz y aire puro que sólo tierra adentro se consigue por eso la acción de aislarse no me pesa demasiado, comparando con mi vida anterior, bulliciosa y aventurera, desde que me mudé a Gral Rodríguez -a sus afueras- vengo haciendo casi casi lo que el presidente ahora exige. Ese no es el problema. Mi esposa, mis perros y yo hace rato que dejamos el ajetreo porteño por una socialización más de pulpería.

Pero todo cambió, nada es igual a como era hasta hace quince días. Antes el silencio acompañaba, relajaba. Te dejaba escuchar el canto mañanero de infinidad de pajarillos, veías correr las ardillas por el muro medianero, los grillos se hacían oír a la distancia y las pequeñas ranas aparecían de la nada antes de la lluvia. El silencio era el marco del paisaje, el solista de la orquesta, el que acomodaba el desorden, el que protegía las noches y adornaba los días. El silencio era vida porque toda la vida se contenía en la callada melodía del silencio semiurbano de una ciudad pueblo de por sí armoniosa y afinada. Era un silencio con vida, tranquilidad y alegría.

Pero llegó el coronavirus y ya nada es lo que era. El aislamiento se volvió confinamiento, el rocío ya no moja la vida y el silencio armonioso y afinado trocó en sepulcral y necrológico. Lo creas o no los pájaros ya no trinan, las ardillas no se dejan ver, los grillos no cantan y las ranas se fueron como en épocas de seca. Ya no se respira alegría y libertad, sino tristeza y miedo. El otro dejó de ser el vecino amistoso y solidario; el gaucho abierto y bonachón para volverse un ente lejano y peligroso, encerrado con uno en un pueblo cercado por vallas y tabiques.

Aún quienes respetan el aislamiento preventivo cumpliendo a rajatabla con las normas se sienten -nos sentimos- culpables de comprar un remedio en la farmacia o lechuga en la verdulería, aún cuando estos negocitos estén efectivamente en lo más cercano de nuestras casas. El centro está desolado, los comercios cerrados o vacíos, la plaza extraña a sus usuarios, los perros ya no ladran a lo lejos y las campanas no repican para nada. Todos jugamos a la mancha venenosa, el tipo del otro lado del mostrador ya no te mira como un cliente permanente al que sonreirle amablemente sino como a un terrorista de Al Qeda que porta una arma bacteriológica. Todos nos volvimos sospechosos de querer contagiar al otro, dejamos de ser una comunidad que se defiende de la pandemia para volvernos desconocidos portadores de enfermedades infectocontagiosas desconocidas y mortales. La cuarentena obligatoria es ignorada por una minoría rebelde e irresponsable pero llenó de miedo y desconfianza a buena parte del resto de los argentinos.

El pánico oficial empuja aún más la histeria colectiva. Los municipios convertidos en guetos atrincherados promueven aún más esa histeria colectiva, en vez de volvernos gente cauta y cuidadosa nos va convirtiendo en seres asustados y solitarios. Si sos de Luján o de Pilar y ni hablar si vivís en Moreno sos mi enemigo declarado, una suerte de leproso moderno del que huir a toda costa. Del otro lado de las vallas parece que Hades reinara nuevamente y encima, y por desgracia, el exceso de prevención convierte al gobierno municipal en un Orfeo del siglo XXI y si ustedes recuerdan el viejo mito helénico concordarán conmigo en que a veces las buenas intenciones pueden no impedir aquello que quieren evitar como Eurídice puede confirmarnos.

No se malinterprete, en lo personal yo quiero y además debo si no quiero morir, tengo varias patologías preexistentes, que me obligan sí o sí a mantener el aislamiento estricto y riguroso; pero mi temor es que por cuidar la salud corporal de los argentinos hayamos descuidado su mente y su espíritu en el proceso. Yo no se cual es el punto de equilibrio y posiblemente no lo haya, la rápida respuesta del gobierno ante la crisis y sus buenas intenciones son innegables y evidentes. No se trata de criticar sino de contar que ya nada es como solía, hay tristeza y no alegría, que hay miedo y no confianza y eso sí no me gusta nada. No quiero que nos volvamos como Garrick el rey de los artistas que daba al pueblo su alegría y murió de tristeza mal curada.

No se como se hace ni si se puede, pero yo quiero que el aislamiento obligatorio no ahuyente a mis pájaros, mis ardillas, mis grillos y mis ranas, quiero que me haga extrañar a mis vecinos en vez de sentirlos enemigos. Maldito coronavirus creador de una pandemia tenebrosa, aquella que mata la alegría.

Osvaldo Igounet
copyrigth 2020



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